lunes, 26 de diciembre de 2011

Y sucedió una noche de verano

Fue un 4 de febrero, aún lo recuerdo bien. Ella vestía con un short jean, una blusa a cuadros,  sandalias y una cartera morada. 

Habíamos quedado en encontrarnos las 5:30 en Plaza Vea del Óvalo Higuereta.  Demoré poco más de una hora en llegar. Estando allí pensé que no la encontraría, que mi demora había arruinado nuestra salida, pero me equivoqué. Ella me había esperado todo el tiempo. 

Al saludarnos se mostró furiosa, afectada por lo que había pasado. Me repetía una y otra vez su fastidio,  le había jodido mucho que yo tardara.  No tuve con qué justificarme así que me mantuve callado y la miré como dándole la razón. Me disculpé pero poco caso me hizo.

Salimos de Plaza Vea para irnos al Parque de la Reserva. Subimos en un taxi pero en el camino estuvimos callados, parecía como si el silencio nos hubiese dividido.  Cada uno se había sentado al lado de la  ventana y nos ignorábamos con gran notoriedad. Ella miraba la calle y yo hacía lo mismo, de rato en rato volteaba para verla de reojo pero ella no cedía, seguía molesta e indiferente. 

Me sentí incómodo. Había esperado dos meses largos para volver a verla y parecía irse todo al carajo por mi demora. La tenía a mi lado y la impotencia de no dirigirle palabra alguna era frustrante. Su silencio me consumía. Su conducta indiferente parecía más un capricho suyo que un castigo por mi impuntualidad. No sabía qué hacer para tranquilizarla. Yo quería llevar la fiesta en paz pero parecía todo en vano. Ella no daba tregua. Me di por vencido porque al parecer nada le apetecía más que ignorarme.

Unas cuadras antes de llegar al Parque de la Reserva tuvimos que parar para comprar curitas porque ella tenía una herida en el pie, así que bajé del carro y compré las curitas, de paso me compré una gaseosa Fanta. Al volver  se las entregué y ella parecía estar más calmada; aproveché el momento para empezar hablarle, después de todo no podíamos hacer de nuestra cita un encuentro  hostil ni silencioso.

Estando dentro del parque nos aburrimos rápido. No pudimos divertirnos como esperábamos. Las horas que estuvimos juntos la pasamos caminando sin rumbo y dimos vueltas como si estuviéramos perdidos; de pronto nos vimos rodeados de bancas llenas de novios y parejas muy cariñosas. Nos sentimos un poco incómodos porque nosotros no sabíamos qué cosa éramos, apenas  y nos conocíamos.

No nos importó sentarnos en una esas banquitas en medio del parque. Empezamos a conversar mirándonos a los ojos. Ella me gustaba, no tenía duda de eso, pero sabía que debía ser paciente y no apresurarme a decírselo, recién la conocía y era demasiado pronto para intentar insinuar alguna muestra de cariño. Y es que a veces el amor tiene que ser paciente sino no funciona. Y si funciona es fugaz. No siempre se debe ir rápido.
Estuvimos poco tiempo sentados en esas banquitas, hablábamos de nosotros y nos reíamos de cualquier cosa. En ese entonces no nos imaginábamos que estábamos empezando  una amistad que terminaría en amor. No sabíamos siquiera que esa segunda salida marcaría el principio de un futuro juntos.

Una hora después salimos del parque y ella llamó a su papá para decirle que ya volvía a casa. Le preguntó qué carro tomar y cómo hacer para volver. Cuando terminó de hablar me ofrecí acompañarla porque no estaba dispuesto a dejarla ir sola.

Cuando llegamos a la casa donde vivía conocí a su papá. Era un buen tipo, me cayó bien a pesar de que pensaba que yo tenía cara de “sonso”.

Esa noche se nos hizo eterna. Las horas pasaban lentamente y yo no me quería despedir de ella, era imposible hacerlo, quería seguir a su lado. Tuve que inventarme mil temas para que la conversación no terminara. Ya de madrugada, cometí uno de esos errores que no se debe cometer nunca en las primeras salidas. Y es que por querer hacerme el juguetón y divertido, terminé cometiendo torpezas vergonzosas. Rompí su vaso y su espejo de mano.   No supe disculparme y me envolví de nerviosismo y culpa.  Sentí que ella pensaba lo peor de mí. A nadie le gusta quedarse con un tipo tonto y torpe hasta altas horas de la madrugada, y mucho menos que esa persona le rompa un vaso y un espejo.

Me sentí tan mal que preferí irme, no soportaba quedarme ahí sabiendo que había hecho el ridículo. Ella me dejó ir sin pedir explicación. Minutos antes de romper su espejo y su vaso, ella me había prestado su polera para que yo me abrigara porque hacía mucho frío. Era una polera roja.

Al despedirnos no me pidió su polera, es más, me dijo que me la llevara para abrigarme.  Eso último se me hizo raro. Supuse después que la polera era un pretexto para volver a vernos.

Después de ese día, quedamos por el Facebook en vernos de nuevo, y así poco a poco  empezamos a vernos con determinada frecuencia. Compartíamos toda la tarde juntos. Cada vez que yo iba a su casa a buscarla era para ver películas de terror, películas que nunca terminábamos de ver, al contrario,  usábamos esa excusa para estar juntos, para compartir la tarde y robarnos alguna caricia mientras estábamos echados en su cama.

Yo siempre me mantuve muy nervioso a su lado, el cuerpo se me estremecía y las piernas me temblaban de una manera espantosa, el corazón me palpitaba tanto que a veces tenía que taparme el pecho para que no se me notara.

Para poder acercarme a ella me ofrecía a hacerle trenzas, en realidad  no sabía hacerlas pero tenía que improvisar, así que le pedía que se acomode mientras  yo jugaba con su cabello. Era un contacto ligero que me enamoraba, me hacía soñar con ella por las noches después de despedirnos. 

Pronto descubrí que algo estaba naciendo en mí. Era un cariño que iba más allá de una simple amistad. Mis sentimientos se nutrían de aquellas visitas inolvidables. Estar a su lado me dejaba una sensación de felicidad y tranquilidad infinita.

Con el pasar de los días sabía que era necesario decirle lo que sentía, pero no encontraba el momento ideal. Luego descubrí que los momentos ideales no existen, sino que uno los genera. Y así fue: una tarde mientras ambos estábamos echados en su cama tocándonos con timidez,  muy suavemente y envueltos por el silencio, ella me dio un besito. Yo me aparte de su lado y me quedé frío. No esperaba recibir tan pronto un beso suyo.

Yo quería que entre ella y yo haya algo, pero no de esa manera. Sabía que si nos besábamos antes de ser enamorados, entonces nada funcionaría. Toda ilusión se iría al tacho y sólo sería una ilusión pasajera. Así que antes de seguir besándola, decidí coger sus manos, sentarme junto a ella y abrirle el corazón para por fin confesarle mis sentimientos. Le propuse que fuera mi chica. Ella no me creía, quizá consternada por la propuesta, quizá una oferta que a ella no le convenía. Vi en sus ojos un resplandor titubeante de esperanza y de aceptación. Ella prefirió callar y romper el silencio con otro beso. Me sentí indefenso. Vulnerable al calor tibio de sus labios. No podía creerlo. Alejandra, la chica que meses antes había conocido mediante una red social, ahora me besaba. Ahora sabía lo que yo sentía por ella y ya no por indirectas ni cancioncitas que yo le dedicaba al muro del Facebook.


Todo me fue inesperado. Aquel día no pensé demostrarle mi amor, pero sabía que no podía seguir callando. No podía dejar pasar un día sin pedirle que fuese mi chica. Yo moría por ser su enamorado y por atreverme a decírselo. 

Ese día nos besamos mil veces. Los abrazos y las caricias complementaron una tarde especial. Una tarde junto a ella, junto Alejandra, la chica que me había robado los pensamientos y el corazón, y por mi bien, era mejor que ella lo conserve. Fue así que comenzó nuestra historia de amor, un 15 de febrero. A partir de ahí empezamos a vernos por las tardes hasta el fin de mes. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario